21 junio 2006

biografía no autorizada de un director de Hollywood (1)

Leyendo el otro día de costado en el 202, ya cerca de la Puerta de Alcalá, me encontré con esto.

La gracia definitiva del texto estriba en que
Vicente Minnelli fue en la vida real uno de los tipos más grises, más sosos que han pasado por la meca del cine (si bien firmó varias obras maestras, feliz paradoja). Ya sé que en los blog se digiere mejor la imagen que la letra (¡qué me vais a decir, si soy el que os plaga de fotos!). Os animo a disfrutar con esta singular excepción:


Una bochornosa mañana de agosto, hace años, estaba yo en la Biblioteca Pública de Nueva York, en el salón principal de lectura. Estaba sumido en un libro de Bullfinch, La era de la fábula, ocupado en calcar las ilustraciones de las divinidades griegas y romanas y obteniendo unos efectos de veras maravillosos, cuado me di cuenta de que un extraño individuo había entrado en el salón. Aparentemente era un extranjero, porque llevaba una tarjeta verde en la solapa que decía: “Inmigración. Cuarentena”. Su ropa era un grosero traje grasiento por el viaje, y aun así se podía ver en el hombre la distinción de un ladrón de caballos a la entrada de un campamento gitano. Esta fantástica criatura empujaba un antiguo organillo y, mientras cantaba una canción pegajosa, hzo un rápido circuito por entre las mesas, ofreciendo los más altos precios por las chapas de botellas, gomitas, botones y bolsas de papel usadas. Al fracasar en su intento de atraer el interés de los pocos muchachos de edad escolar que buscaban malas palabras en el diccionario, este pájaro de mal agüero (efectivamente, su apellido de soltero es Agüero) se las arregló para meter bajo su empolvado maferlán los 64 tomos de la Enciclopedia Británica y desapareció, obviamente a saquear el guardarropas. La lánguida bibliotecaria a quien me dirigí enunció un leve Vicente Minnelli y volvió a limarse las uñas.

Había olvidado esa cara rapaz, cuando tres semanas más tarde, una mañana, a eso de las dos de la tarde, me lo encontré en la Calle 45. Se proponía venderme un juego de postales que él llamaba “entretenidas” y un recóndito panfleto titulado La Enigmática Maruja Pellejito, pero cuando me sugirió que lo siguiera hasta un oscuro callejón a examinar la mercancía, me negué de plano. Sin guardarme rencor, me ofreció un papelillo de cocaína, por 50 centavos. Crucé la calle esperando quitármelo de encima, pero era una sanguijuela. A través de sus contactos con la Mafia, me dijo, podía conseguir vírgenes “jovencitas” por 150 dólares. Gritando, me metí en el taxi, para descubrir entonces que me había robado mi lápiz Mirado que gané en un concurso de oratoria. Exceptuando cierta patológica jaqueca, comprobé que no había cogido ninguna otra enfermedad en el encuentro.

En los meses que siguieron lo vi sólo ocasionalmente, de vendedor ambulante, vendiendo lo mismo pegamento que cancioneros viejos, y otra vez como señuelo para un juego de cartas callejero. Durante un tiempo dirigió una línea de trampas telefónicas con las que bloqueaba las cabinas y luego, por la noche, retiraba las monedas acumuladas. De vez en cuando robaba a un ciego profesional o saqueaba a un borracho, pero el miedo de arriesgar su cobarde pellejo le evitaba participar en empresas realmente peligrosas.

Llegué a sentir un curioso afecto por este vagabundo emprendedor, quizá porque nunca me asaltó con un cuchillo. Después de pasar seis meses de trabajos forzados, acusado de incendiario, casi me alegré de verlo libre. Para mi sorpresa, supe que había cambiado de trabajo con mi lápiz Mirado y una libreta de apuntes que robó a su tía, diseñó unos garabatos que los expertos llamaron geniales. Más tarde los utilizaría (a los garabatos, no a los expertos) en varias películas llamadas, significativamente, El Pirata, Yolanda y el ladrón, Cautivos del mal: si hubo un cine autobiográfico, ése fue el de mi amigo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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