Hay un dicho en Holywood que dice: cuando Vicente Minnelli trabaja en una película, más vale esconder a las mujeres y a los niños en el sótano y quedarse en la cama con el sombrero puesto. “El Huracán de Ohio”, como nadie le llama, observa una rutina rígida. Al levantarse, se limpia la tinta china de la cara, junto con el blanco de España y el guash del día anterior. Corta unos cuantos secantes y los hace rollitos entre los dedos hasta que desaparecen. Ahora está listo para su baño de leche. Las enormes bañeras negras de vidriado chocomilk, su posesión más querida, se llenan con treinta galones de humeante grado A pasteurizada. Mientras juguetea entre las ondas, la mente de Minnelli se vuelve una colmena de ideas. Varias secretarias eficientísimas, que trabajan gratis nada más que por gozar el privilegio de estar cerca de él, recogen todos los sarcasmos amargos, las viñetas minúsculas, las consejas galantes y los ácidos lácteos que se escapan por entre sus labios. Estos fragmentos son enviados a un cuerpo de estenógrafos que los encuadernan y los expiden a una firma de publicistas de Nueva York, que a su vez los encuadernan y los devuelven al autor. Mientras tanto, Minnelli se ocupa de hacer bocetitos con las cartas que recibe de sus admiradoras y las envía bañera abajo con un soplo de los perfumes de Arabia.
Si una carta de una mujer humilde o de un ama de casa loca de amor alcanza a intrigarlo, hace que una de las secretarias envíe a la pobre enamorada una foto suya en una pose característica. Es de lamentar que las quejas de la Oficina Central de Correos hayan hecho disminuir el trasiego de fotos, antaño tan muchedumbroso. Y así pasan los días, y antes de que usted se dé cuenta, aparecen ediciones extras del Osservatore Romano, el Times de Calcutta, y el diario Izvestia anunciando una nueva película dirigida por Vicente Minnelli.
De su vida privada conozco poco. Tengo entendido que se ha hecho inmensamente rico, desordenadamente popular e increíblemente antipático. Cuento mis cucharas y mis hermanas cada vez que viene a mi casa. Por lo demás, jamás ha hecho un solo gesto para pagarme el costo de aquel lápiz Mirado que me gané en un concurso de oratoria.”
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