Me siento a escribir. Acomodo la cabeza sobre el cuello, cruzo las piernas sobre la silla, escucho el chasquido de ésta como queriendo decirme que deje ya de incordiarla con el peso de mi cuerpo envejecido y me largue a pasear. Cierro los ojos. Intento imaginar... Pero no, algo falta sobre la mesa. Me levanto, recorro los diez metros que me separan de la cocina y me sirvo una copa de laphroaig. Un minuto después repito la operación. La silla se vuelve a quejar. Casi da lástima. Hay que engrasarla, me digo, como llevo repitiéndome los últimos cinco años. (No me extraña que cruja) Veo mi rostro arrugado en el reflejo oscuro de la pantalla. E intento imaginar de nuevo...
Un niño.
Siempre la misma imagen.
Un niño corriendo. Un niño sonriendo. Un niño llorando. Un niño cantando. Un niño yendo y viniendo. Un niño viviendo.
Un niño.
Siempre la misma imagen.
Siempre el mismo recuerdo.
Y pienso, realmente no he hecho otra cosa que escribirme a trocitos y en espacios. Dejándome. Es lo que siempre hice. ¿Por qué una última vez? Si en lugar de recordar, lograra imaginar algo... Soy mayor. Me siento viejo. Agotado.
Bebo un sorbo del whisky. Y rememoro todas las tardes de domingo que disfruté con su sabor. Aquellos tiempos... Fumo un cigarro. Tiro la colilla al cenicero, y cae fuera. El baloncesto nunca fue lo mío. Mi padre me dijo que me dedicase a otra cosa. Alejo la cajetilla de mi vista. Sé que no puedo evitarlo. Picaré de nuevo. Recordaré de nuevo. Me muerdo la uña del pulgar derecho. Y me acuerdo de todas aquellas veces en que mi madre me riñó por morderme las uñas. Cierro los ojos, con las manos delante, por si acaso se me escapa una mirada a la cajetilla o un pensamiento al pasado. Y decido pensar en blanco:
Pero se cuela un niño. Otra vez.
Un niño feliz.
Me reconozco. Era yo. Me recuerdo.
Un niño moreno de ojos almendrados, nariz diminuta, piernas flacuchas, y un gesto con chispa y vitalidad.
¡No! ¡Ya basta! Debe de haber algo más ahí dentro, bajo mi canoso pelo, además de niñez. Algo más para recordar que un puñado de imágenes de un niño. ¿Estoy hecho exclusivamente de memoria?
Por supuesto. Abro los ojos. Fotos de mí arrojadas sobre la mesa, más allá del cenicero. No quise mirarlas antes. Era yo. Me froto la cara. Vuelvo a abrir los ojos. Levanto la cabeza. Esta vez se antepone a mi vista una hoja llena de números colgada en la pared. Marcado en rojo, un domingo. El día de mi cumpleaños. Lástima que yo ya no esté. Aún huele a ceniza en la habitación. Con lo que me gustaba celebrarlos de niño. Pero no tengo por qué cumplir años, tan sólo he de vivir. Aunque sea recordando. No me importa. Al fin y al cabo, hay esperanza. Voy a dar un paseo por las calles que solía recorrer, las que alegraron mi vida, mientras intento imaginar cómo sería todo ahora...
Un niño.
Siempre la misma imagen.
Un niño corriendo. Un niño sonriendo. Un niño llorando. Un niño cantando. Un niño yendo y viniendo. Un niño viviendo.
Un niño.
Siempre la misma imagen.
Siempre el mismo recuerdo.
Y pienso, realmente no he hecho otra cosa que escribirme a trocitos y en espacios. Dejándome. Es lo que siempre hice. ¿Por qué una última vez? Si en lugar de recordar, lograra imaginar algo... Soy mayor. Me siento viejo. Agotado.
Bebo un sorbo del whisky. Y rememoro todas las tardes de domingo que disfruté con su sabor. Aquellos tiempos... Fumo un cigarro. Tiro la colilla al cenicero, y cae fuera. El baloncesto nunca fue lo mío. Mi padre me dijo que me dedicase a otra cosa. Alejo la cajetilla de mi vista. Sé que no puedo evitarlo. Picaré de nuevo. Recordaré de nuevo. Me muerdo la uña del pulgar derecho. Y me acuerdo de todas aquellas veces en que mi madre me riñó por morderme las uñas. Cierro los ojos, con las manos delante, por si acaso se me escapa una mirada a la cajetilla o un pensamiento al pasado. Y decido pensar en blanco:
Pero se cuela un niño. Otra vez.
Un niño feliz.
Me reconozco. Era yo. Me recuerdo.
Un niño moreno de ojos almendrados, nariz diminuta, piernas flacuchas, y un gesto con chispa y vitalidad.
¡No! ¡Ya basta! Debe de haber algo más ahí dentro, bajo mi canoso pelo, además de niñez. Algo más para recordar que un puñado de imágenes de un niño. ¿Estoy hecho exclusivamente de memoria?
Por supuesto. Abro los ojos. Fotos de mí arrojadas sobre la mesa, más allá del cenicero. No quise mirarlas antes. Era yo. Me froto la cara. Vuelvo a abrir los ojos. Levanto la cabeza. Esta vez se antepone a mi vista una hoja llena de números colgada en la pared. Marcado en rojo, un domingo. El día de mi cumpleaños. Lástima que yo ya no esté. Aún huele a ceniza en la habitación. Con lo que me gustaba celebrarlos de niño. Pero no tengo por qué cumplir años, tan sólo he de vivir. Aunque sea recordando. No me importa. Al fin y al cabo, hay esperanza. Voy a dar un paseo por las calles que solía recorrer, las que alegraron mi vida, mientras intento imaginar cómo sería todo ahora...
Marta
3 comentarios:
Ojalá todos los retratos estuvieran bañados por la esperanza.
Ojalá debajo de todas las pieles arrugadas quedara el vestigio de la inocencia y la magia de la niñez.
Brid
p r e c i o s o
es conmovedor, Marta
gracias
n a c o
¡¡con textos así sólo vas a conseguir 'que de alcoholizarnos'!!
xDDD
n a c o
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